En un octubre lejos. Mi hermana bordó pájaritos de colores, sobre el mantel de la mesa, aquella misma mesa, del pan nuestro de cada día.
Con colores prestados de otras prendas, hilos que sobraron de otras similares vueltas, con retazos cortitos de sus maravillosos poemas de agujas y paciencia.
Bordó y bordó, quizás para que emigraran junto a ellos, la escasez, cuando se fueran o la alegría nunca se pareciera a la pobreza.
Distinguido y majestuoso aquel, mantel de pajaritos de colores, se fue convirtiendo en emblema, escudo cotidiano, refugio de charlas y de las distintas ideas. Sugiriendo, que todo podia estar mejor, si se quiere o si se quisiera.
Con su presencia de altar y de lugar para hacer la tarea de la escuela, imponía su pequeño arco iris por debajo de la olla infinita de mi madre y sus secretos aromas, de cuánto de albahaca seca y cuanto de pimienta negra.
Entonces, nos acostumbramos a almorzar entre vuelos y piruetas subibaja libres de pajaritos en picada abierta, entre nubes de platos y de cucharas y servilletas.
Cuando nos convidabamos el pan y el vino era amigo.
Cuando todos estaban invitados a compartir desde cualquier casita de nuestro barrio, de cualquier latitud de nuestra tierra.
Mi hermana logró también llenar de cariño y de ternura, la emoción para brindar con copas llenas, por el preciso cielo de pajaritos, que habitábámos todos, en aquel mediodía plural y su pureza. Juntos a los pajaritos bordados de colores tibios, que mi hermana nos regaló, para nutrirnos de la alegre-ternura y para siempre, tener bendita de colores, nuestra humilde mesa.